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Cuando era un chaval, pasarse un juego era un bocado de gloria solo al alcance de unos pocos. Presuponía tener un talento y una habilidad fuera de lo común y/o haber dedicado un tiempo y un esfuerzo en conocer todos los retos que nos podía plantear un juego. Eran otros tiempos, donde lo importante era tener unos buenos reflejos y donde la experiencia la ganábamos nosotros como jugador y no nuestro personaje en forma de puntos.