Mi primera aventura gráfica, como la de muchas otras personas de mi generación, fue Monkey Island. El juego estaba instalado en el ordenador del trabajo de mi padre —un flamante 286 con 20MB de disco duro— cortesía del hijo de uno de sus compañeros de oficina. Unas semanas después, tras haber visto los fuegos artificiales con Elaine Marley, mi emoción para con el género era tan grande, tan palpable, que mi padre fue al Corte Inglés y cogió de la estantería de la sección de videojuegos una caja que mostraba el mismo sello, el de Lucasfilm Games. Esa caja de cartón, por supuesto, no fue otra que la de Maniac Mansion.
