Tres diálogos con el miedo

El gusto por el disgusto

Escrito por en Artículos - 30 mayo, 2019

El ansia de dolor, el gozo de lo perverso, el éxtasis ante lo terrible. ¿Qué pasa con lo desagradable que resulta ser una fuente infinita de deleite y satisfacciones? Salvo excepciones, todos parecemos haber llegado a un consenso que nos permite diferenciar entre lo agradable y lo desagradable y, sin embargo, la bondad absoluta nos suena ajena e inhumana, la perfección nos causa indiferencia o termina por aburrirnos, el “felices para siempre” aparece como broche final porque si se pusiera al principio la cosa se quedaría más bien parada. El mal, por el contrario, es inmortal y nunca se detiene. No es casual que en el siglo XVIII el concepto de belleza empezase a encontrar nuevos rivales: lo pintoresco y, sobre todo, lo sublime, desarrollaron su propia estética y terminaron por destronar definitivamente a una de las Tres Gracias.

El terror, el peligro, la parálisis, la urgencia, el desbordamiento. La oscuridad, el silencio, la soledad, el vacío, aquello que no podemos abarcar con la vista. Lo lóbrego, lo inmenso, lo infinito, lo profundo, lo caótico. El ruido ensordecedor, un estruendo, una tormenta, un llanto. El mar en la noche. Lo sublime no es algo que se dé en la naturaleza. De hecho, lo sublime solo existe en nuestra mente, es algo que solo puede percibirse desde la imaginación. Sin embargo, los elementos enumerados anteriormente provocan una intuición de lo sublime. El terror que sentimos nace de una ruptura producida en nuestra mente, del conflicto que se desata al vislumbrar aquello que nuestro entendimiento no es capaz de someter a la razón. A través de la sugestión, se despierta un sentimiento que nos permite trascender de nosotros mismos, experimentar lo que no podemos comprender, intuir aquello que algunos han asociado a lo divino, otros al cosmos y otros a los monstruos de la mente.

El gusto por el disgusto

El sentimiento que causa lo sublime es de tal magnitud que muchos pensadores empezaron a desligarlo de la experiencia estética para asociarlo a la psicología. Este agradable horror ha sido motivo de reflexión durante siglos. Lo sublime se ha explorado desde la literatura, la pintura, el cine y, por supuesto, desde los videojuegos. Parafraseando a Joseph Addison en Placeres de la imaginación (1712), el placer que brota de la fuente de lo sublime no está tan asociado a aquello que se describe, sino a la reflexión que lo descrito produce en el individuo. Una reflexión catártica que tiene como objeto al mismo individuo, a su misma situación con respecto a algo más grande, algo que escapa a la lógica.

La particular narrativa desarrollada en paralelo a los mecanismos de los videojuegos nos descubre nuevas maneras de experimentar el horror en primera persona. Uno de los más claros ejemplos que se nos viene a la cabeza es el clásico de terror gótico Amnesia, que responde absolutamente a la estética del terror sublime: la oscuridad, el caos y la soledad son los elementos principales en torno a los cuales gira este juego, basando, además, una de sus mecánicas —pérdida de cordura al permanecer demasiado tiempo en la oscuridad o cuando miramos al monstruo— directamente en la literatura de Lovecraft y otros autores herederos de esta corriente. En esta ocasión, nos enfrentamos a un enemigo contra el que no podemos luchar y al que no debemos mirar porque, de lo contrario, terminaríamos por perder la razón. Esta “prohibición” tiene una motivación doble: por un lado, evitar que podamos enfrentarnos a nuestros temores; por otro, cubrirse las espaldas ante la imposibilidad de crear un monstruo que logre permanecer terrorífico, que sobreviva a la mirada directa del espectador, y es que es habitual que baste con mirar al monstruo para que éste pase de lo terrorífico a lo ridículo. Se hace claro el hecho de que no es el monstruo quien nos da miedo, sino la idea que tenemos de él. La distancia entre la pantalla y el jugador es evidente en ese momento: nada puede ocurrirnos en este juego. Ese monstruo no puede hacernos daño. El jugador se ha hecho inmune al miedo de Amnesia.

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La realidad más real es la persona, y no importa lo mucho que la narrativa trate de hacernos partícipes de lo que está aconteciendo dentro del juego si lo que ahí ocurre no apela directamente al individuo que juega. Es necesario franquear el espacio que separa a la persona de la pantalla para hacerla partícipe de su propio miedo. Encontramos, entonces, un nuevo paso, un salto hacia otra forma de atenazar con el miedo a través de los videojuegos. Se trata del momento en que el temor más primario del jugador está íntegramente ligado a la mecánica del juego. En la saga Soulsborne o en juegos como Darkest Dungeon se entrelazan dos temores básicos: el causado por los escenarios y enemigos terribles que nos muestra el videojuego y el que procede del propio jugador. Éste último es el miedo a no lograrlo, el miedo a tener que volver a empezar, el miedo a que todo lo que hemos conseguido no haya servido para nada. El miedo a enfrentarnos a algo mayor y no salir victoriosos. El miedo a una muerte que solo tiene consecuencias en nosotros mismos. El miedo, en definitiva, al propio juego.

Sin embargo, todavía queda un bucle por dar en este diálogo con el terror a través de los videojuegos: un giro que nos devuelve el miedo a nuestras manos, que crea un enlace bidireccional desde el que el temor en el juego se traduce en el temor a nosotros mismos. En concreto, estamos pensando en la propuesta de Ninja Theory, Hellblade: Senua’s Sacrifice. Antes mencionábamos la catarsis aristotélica como uno de los mecanismos clave en el desarrollo de un miedo que apele al jugador. Sin embargo, en este juego esa comparación secreta entre la situación del jugador y la del personaje deja de esconderse para convertirse en el centro de la acción: los miedos propios resuenan una y otra vez desde la pantalla, obligándonos a luchar contra los enemigos y contra nosotros mismos. Se trata de una fusión perfecta y dialógica que cierra el círculo de todos los temores mencionados: este juego obliga al jugador a recordar que no está fuera de peligro, a convertirse en uno con Senua, obligándole, tal vez una vez más, a experimentar la impotencia del espíritu ante una realidad oscura, entregándonos a un pensamiento invasor y luchar contra la dolorosa caída de nuestro ser. El tipo de temor que se desarrolla en Hellblade: Senua’s Sacrifice es mucho más profundo, oscuro y peligroso. Aquí se juega con las mecánicas de otro tipo de juego: los juegos de la mente, las trampas que debemos sortear para poder percibir la realidad tal y como es, la lucha contra nuestra propia razón, contra el grito sordo y continuo que nos incapacita, que nos obliga a escuchar en silencio o a tratar de avanzar con unos oídos que no pueden taparse. La razón se nos quema, dejando un rastro de cenizas que debemos seguir para salvarnos, para luchar contra la descomposición paulatina de nuestros cimientos, para no dejarnos caer hacia ese lado más oscuro

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Convertirnos en nuestro propio adversario, luchar contra aquella parte de nosotros que, oscura e impenetrable, trata de hacerse con la esencia de nuestro ser y, además, tener la oportunidad de salir victoriosos; enfrentarnos a ese miedo cósmico que solo existe en nosotros, que no logramos comprender y mucho menos dominar y que nos aboca a la soledad y a la parálisis y, sin embargo, derrotarlo. Poder mirar al ángel terrible a los ojos y darnos cuenta de que no nos hemos quedado ciegos, destruir al monstruo. Ahí radica el gusto por el inconmensurable disgusto.

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