Minecraft es tu infancia

Escrito por en Artículos - 27 octubre, 2011

Intenta pensar en las palabras que utilizarías para recomendarle Minecraft a un amigo. Sandbox. Libertad. Exploración. Supervivencia. Extracción. Construcción. Nos las sabemos de memoria y de corrido y sabemos que el juego funciona muy bien. Y aún así, cuando hablas sobre él con alguien que no sigue tan de cerca la actualidad del videojuego, no es difícil encontrarse ceños fruncidos. Sabes que si lo prueban no lo van a soltar, pero no siempre les apetece probarlo.

No sabemos explicar bien por qué es tan divertido. Porque no tenemos ni idea. Y si echamos la vista atrás, tampoco sabemos por qué lo pasábamos tan bien en el patio del colegio.

‘Minecraft’ es una caja llena de esos juegos de cuando éramos críos. De cuando quedarse privado mirando un coche en miniatura era un viaje a 200 por hora persiguiendo a los malos.

Ese mundo abierto e infinito, toda esa naturaleza en la que aparecemos con las manos vacías, es un lienzo en blanco que llenamos con nuestra imaginación. Un estímulo de la hostia. No imaginación de esa que se usa para hacer una catedral gótica o una estatua de Super Mario, sino de la que hace que un universo funcione. De la que rellena los huecos vacíos entre la realidad y la ficción. De la que usábamos de niños.

Minecraft es un regalo de naturaleza bruta, como la casa en el árbol y la isla desierta con la que soñábamos de niños. La sobredosis de estímulos y la sensación de libertad de la primera partida que juegas es difícil de gestionar como un adulto. Lo normal es reaccionar como un niño, golpeando cerdos y árboles, tirándose al agua y subiendo montañas a saltos para ver más mundo. Hasta que no nos damos de morros con los peligros de la noche, no asumimos las responsabilidades que hay que asumir en el juego.

Buenas noches. Te voy a arrancar la vida.

Y aún así, incluso con unos objetivos marcados, en la exploración no se borra la sensación infantil de aventura al dar los primeros pasos en una cueva oscura. Por eso ‘Minecraft’ despierta en el jugador conductas y sueños infantiles.

Taparse con el edredón completamente cuando tenemos miedo por la noche es algo que todos hemos hecho de niños. Es una pequeña fortaleza, el último recurso para sentirse protegido. Ahí los crujidos de muebles y el zumbido de los electrodomésticos se intensificaban y mutaban. Esto en ‘Minecraft’ pasa, especialmente a los jugadores primerizos.

En el juego, después de trastear durante toda la mañana del primer día, el drama llega cuando aparecen los monstruos por la noche y no tenemos dónde resguardarnos. El efecto inmediato es utilizar los pocos bloques para crear esa muralla que nos separe de los malos, con una ventanita que nos deja ver cuándo llega la luz del sol.

Los sonidos de la noche y la falta de luz son dos piezas claves de la atmósfera de ‘Minecraft’ que juegan precisamente con esos miedos de niñez. Por eso esta conducta se repite cada vez que nos alejamos del lugar donde hayamos construido nuestra casa o cuando nos hemos perdido.

Y la forma de esquivar este miedo en Minecraft es construir la primera casa.

Ejemplo muy espartano de primera casa. En Minecraft o en Madrid.

Coger sillas, mantas y cojines para construir una fortaleza bajo el pupitre de la habitación o en el salón es un juego infantil atemporal. Mis primos mayores lo hicieron, yo lo hice y mi hermano pequeño lo ha hecho hasta que le ha salido bigotillo. Vigilábamos por una ventana. Era nuestro refugio. El juego era imaginar lo que pasaba fuera y dentro.

La primera casa que construyes en Minecraft revive esta sensación. Apenas tenemos uno o dos hornos, una mesa de trabajo, una cama y unas pocas antorchas y las organizamos ya para que quede bonito. Nos protegemos de noche y miramos por la ventana a los enemigos como si no pudieran hacernos absolutamente nada. Y además la vemos preciosa.

Tal vez parte de la culpa la tenga la forma en que nos obliga a construir. No lo vemos desde arriba como un arquitecto, Minecraft nos pone en el suelo y a construir con las manos. Somos arquitectos y peones. Y somos pequeños, por eso construimos como lo hacíamos cuando éramos críos: de la cabeza a las manos, hilera tras hilera de ladrillos. Por eso nos lleva horas de esfuerzo y también nos regala satisfacciones inmensas.

Pensándolo bien, la mayoría de las construcciones que hacemos cuando jugamos a Minecraft coincide con lo que hacíamos de niños con los LEGO: castillos, fortalezas, puentes, torres, casas… Los hay que hacen mosaicos o edificios fieles a películas, pero son los menos.

Takeshi montó su fusil siguiendo la misma lógica que sigues tú para fabricar picos.

Incluso las herramientas  se construyen con una mentalidad infantil. Un palo y dos hierros puestos en fila y mal atados son una espada para cualquier niño de cuatro años. Una capa de lana sobre unas tablas, una cama. Así es como se fabrican las cosas en nuestra cabeza cuando somos críos, fácil. Matar a los enemigos y cavar con instrumentos frágiles que hemos construido nosotros mismos refuerza la sensación de vulnerabilidad que nos acompaña mientras jugamos.

Cuando la obra de LEGO estaba terminada (o cuando tocaba recoger) el juego se transformaba. Podía aparecer un enorme dinosaurio y aplastar el trabajo recién acabado. O se podía convertir en el escenario de otro juego que terminara también en destrucción.

Ahora lloriqueamos si un creeper destruye nuestra obra. Nos hacemos mayores.

Nota: Este artículo recoge y cierra una serie que empecé a escribir en The Pad Today. Resumo lo que hice anteriormente y añado todo lo que me dejé en la nevera para el último artículo.

Y si... los arcades siguieran llevando la batuta

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