FTL: Faster Than Light

Escrito por en Artículos - 2 febrero, 2013

FTL
A estas alturas de la película sospecho que no le voy a descubrir nada a nadie hablando mucho y muy bien de FTL: Faster Than Light. Prácticamente todo lo que se tenía que decir sobre este «roguelike» tan tradicional como atípico se ha dicho, y mucho me temo que poco puedo añadir yo al carro de vítores y alabanzas que lleva el juego a sus espaldas. Lo que sí puedo hacer, sin embargo, es contaros la historia de La Faraona, una nave espacial como muchas otras que, capitaneada por Ana Obregón y tripulada por Arantxita y Ana Torroja, nunca consiguió llegar a su destino. Es una historia sin final feliz, una historia real, una historia de esas que te parten el alma. Es mi historia.

FTL: Faster Than Light no es más que un «roguelike» con ambientación futurista, en el que en lugar de manejar a un aventurero que busca tesoros en las profundidades de una mazmorra (como suele ser habitual dentro del género), controlamos una nave espacial que debe llegar desde un punto del universo a otro para entregar un mensaje. Bueno, en realidad no controlamos la nave, y aquí es donde reside uno de los elementos que tanta profundidad aportan al juego, a quien controlamos es a la tripulación, que es la que a su vez controla la nave. Es decir, yo (Andresito) en ningún momento controlo a La Faraona. Yo a quien controlo es a Ana Obregón, a quien ordeno que encienda los motores y ponga rumbo al siguiente sector. Este detalle, que puede parecer una tontería, toma bastante relevancia cuando descubrimos que aunque Ana Obregón es humana, en nuestra nave podemos tener tripulantes de muchas razas distintas, y cada uno de ellos cuentan con sus propias ventajas y desventajas.

Pero bueno, vamos con lo importante, la historia de La Faraona. Mi querida nave surcaba el espacio a toda velocidad saltando de sistema en sistema mientras por el camino aniquilaba a cualquier nave mercenaria o pirata que intentaba frenarla. Al fin y al cabo Arantxita quería ganarse el sueldo, y su trabajo era hacer que esos cañones de pulso y ese lanzamisiles brillasen. Y ya lo creo que brillaban. Más aún cuando tras pasar por un par de sistemas, la tripulación pudo permitirse pagar unas cuantas mejoras en el sistema de ataque de la nave. Arantxita no tardó en convertirse en un ángel de la muerte que hacía huir a las naves enemigas con la misma velocidad a las que solían saltar de un sector a otro. Ana Torroja, por si os lo estáis preguntando, tenía un rol más secundaria dentro de la sala de motores. Ella se encargaba de hacer que la nave intentase esquivar los distintos ataques enemigos, y en parte gracias a las habilidades de sus otras dos compañeras, tampoco es que tuviese que hacerlo demasiado a menudo.

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Durante uno de sus muchos saltos intergalácticos, La Faraona llegó a una colonia de extraterrestres completamente arrasada en la que, oh sorpresa, había un superviviente. Ana Obregón siempre se ha caracterizado por su bondad, y pese a que no tenían muy claro que la salud mental del susodicho fuese óptima, le acogieron como a uno más de la familia. Así es como Miguel Bosé, una suerte mantis religiosa gigante, se unió a la tripulación y tomó las riendas de la sala de escudos, donde demostró hacerlo bastante bien. Claro que cuando Miguel marcó la diferencia fue el día en que unos piratas abordaron la nave. Se teletransportaron a la sala de motores… y aunque Ana Torroja no pudo sobrevivir a las heridas, la superior habilidad de combate de Miguel salvó al resto de la tripulación y la propia integridad de La Faraona. Ese fue un día triste.

El día más triste, sin embargo, llegó dos saltos de sistema después. La Faraona, al contrario que muchas otras naves antes que ella, consiguió llegar al último sector dentro de su particular carrera de fondo. Allí, de forma diligente, entregó el mensaje que debía entregar y se dispuso a afrontar el reto final: frenar a la nave líder de los rebeldes. Ana Obregón, Arantxita y Miguel Bosé pensaban que estaban preparados para la misión. Qué demonios, estaban totalmente convencidos de que si habían podido llegar hasta aquí, esa nave sería pan comido. Hasta que la vieron. En segundos La Faraona se convirtió en un mar de llamas. Arantxita fue la primera en morir ahogada por la falta de oxígeno. Miguel Bosé, impotente ante la situación, murió calcinado intentando apagar el fuego de la sala de escudos. Ana Obregón fue la última. Tras las compuertas reforzadas de la cabina se escuchaba el clásico «pop» «pop» de las palomitas al hacerse en el microondas. Ella supo entonces que todo había terminado, se recostó en su asiento y esperó. Fueron menos de tres segundos, aunque en sus ojos pasaron a cámara súper lenta. Vio a los piratas que habían asesinado, a los rebeldes a los que habían dado caza, a los comerciantes con los que habían intercambiado mercancías, las nebulosas que habían esquivado, el funeral de Ana Torroja… todo. La Faraona explotó.

Esta historia, registrada gracias a la caja negra de la nave, es la que pudo ver y escuchar Miguela Obregón, capitana de La Faraona II e hija bastarda de Ana Obregón. A diferencia de su madre ella sabía a quién se enfrentaban. Y a diferencia de su madre ella acabaría con esa escoria rebelde de una vez por todas.

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