Drakes y Brodys

Escrito por en Artículos - 24 diciembre, 2012

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Durante el primer mandato de Florentino Pérez en la presidencia del Real Madrid, el llamado «equipo de los galácticos» estaba compuesto por una plantilla en la que se alternaban jugadores de clase mundial como Ronaldo (el bueno), Figo o Zidane; con chavales de la cantera de la proyección de Mejía, Rubén o el incombustible Raúl Bravo. Esta forma de llevar la plantilla no tardó en ser conocida como la famosa «política de zidanes y pavones», haciendo referencia al jugador con más elegancia que jamás ha pisado un terreno de juego y al joven canterano. Esta forma de entender el fútbol, aplaudida durante años, tenía un gran inconveniente: los zidanes, que ya venían consagrados, pasaban a la historia; y los pavones caían en el olvido o las filas del Zaragoza en poco más de dos años. Con los personajes de los videojuegos pasa igual.

Jason_BrodyEn el mundo de los videojuegos tenemos drakes: personajes provenientes de títulos de calidad, carismáticos y consagrados dentro de su ámbito, que pese al paso de los años vamos recordando y posiblemente recordaremos durante muchos más. Pero también tenemos brodys: personajes que pese a estar en un buen videojuego, han caído o caerán en el olvido más pronto que tarde debido a que sencillamente no son buenos personajes. Como ya habréis intuido, el primer grupo viene representado por la figura de Nathan Drake, quien con sus vaqueros ajustados, sonrisa seductora y chascarrillos ingeniosos, ha sido capaz de meterse tanto en los corazones de muchos jugadores como en la ropa interior de otras tantas jugadoras. El representante del segundo grupo, sin embargo, es posible que no lo tengáis tan bien localizado. Hace referencia a Jason Brody, el conglomerado de polígonos y texturas que protagoniza el genial Far Cry 3, y que al igual que los protagonistas de las dos anteriores entregas de la franquicia —también buenos juegos— pasará a la historia sin que nadie recuerde ni su nombre ni su cara. La culpa no es suya. Como diría Jessica Rabbit: «no soy mala, es que me han dibujado así»; que extrapolado al mundo de los videojuegos vendría a ser algo como: «no soy una tabla de planchar, es que me han diseñado así». Y es una pena.

Es una pena porque en la práctica no hay ninguna limitación real para que un personaje no pueda ser bueno. El protagonista de cualquier videojuego, a diferencia de Pavón, no tiene que intentar impresionar a nadie con dos piernas izquierdas de madera de roble. En un videojuego todos los personajes se crean partiendo de cero y se construyen atendiendo única y exclusivamente al cariño y la dedicación que quieran darle sus desarrolladores. Ahí está el bueno de Duke Nukem, un icono inmortal con más de veinte años a sus espaldas, al que le ha bastado un corte de pelo militar, mucha chulería y el vozarrón de Jon St. John para pasar a la historia como uno de los antihéroes más carismáticos del mundo de los videojuegos. Y quien dice Duke Nukem dice prácticamente cualquier personaje creado por Valve, que desde Gordon Freeman (posiblemente la menos carismática de todas sus creaciones) no ha hecho más que regalar personajes memorables a los jugadores de todo el mundo. Claro que hablamos de unos señores que han conseguido que nos impliquemos hasta con un cubo. De compañía, pero cubo.

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Por este motivo me resulta tan difícil de asimilar que a día de hoy siga habiendo grandes lanzamientos, como el del mencionado Far Cry 3, en el que se preste tan poca atención a la figura del protagonista. Controlar a un buen personaje, a uno con el que me puedo sentir identificado o todo lo contrario, al que realmente adoro o detesto, y que realmente me importa, es una parte fundamental dentro de un videojuego. No es lo mismo acometer misiones tan importantes como salvar el mundo de un ataque alienígena o meterse en las bragas de una señorita dando órdenes a un poste de madera cuyo futuro nos importa tres pimientos, que asumiendo el control de un personaje por el que nos preocupamos. En el primer caso no hay una implicación emocional que nos haga querer que el señor de la pantalla consiga su objetivo. En el segundo caso, sin embargo, existe un nexo entre videojuego y videojugador dentro de la figura del protagonista, lo que hace bastante más agradable la experiencia y nos permite disfrutar no ya del logro de haber ganado la partida, sino de la satisfacción del personaje al que interpretamos.

clementineHay una escena en Uncharted 3 en la que Nathan Drake, tras salvar su precioso el culo por vigésimo quinta vez ese día, llega al apartamento donde le espera Elena. La escena es muy sencilla: Nathan llega a su apartamento hecho polvo después haber asesinado a un montón de mercenarios mientras escapaba de un barco hundiéndose, y tras intercambiar unas cuantas palabras se tumba en el sofá y apoya la cabeza en el regazo de Elena. La rubia le acaricia el pelo, él la coge de la mano, y ambos se quedan dormidos. Y la escena es preciosa. No necesariamente por lo que enseña, que no es más que una muestra de cariño entre los dos protagonistas; sino por los propios personajes, a los que a lo largo de sus aventuras hemos llegado a querer (más a él que a ella, todo sea dicho). Así, cuando Nathan extiende la mano para tocar la de Elena y esta le agarra, el jugador es capaz de hacer ese momento suyo. Ya no son dos sacos de polígonos colisionando con cierta armonía, son dos personajes que nos importan en una situación entrañable.

El caso más extremo de esto que comento lo he podido experimentar hace bien poco en The Walking Dead. El juego de Telltale, gracias a un mimo prodigioso en la creación de sus personajes, consigue establecer una implicación emocional brutal entre el videojugador que tiene el mando en las manos y los monigotes que se mueven dentro de la pantalla. Entiendo que para conseguir este efecto no hay ninguna fórmula mágica o truco secreto. Lo único que vale para que tus personajes tengan vida es trabajarlos, dedicarles mucho tiempo y mimarlos. En compañías como Telltale o Valve son perfectamente conscientes de ello y los resultados saltan a la vista. En Ubisoft está claro que no. El año que viene por estas mismas fechas sé que habré olvidado la cara de Jason Brody, como he olvidado la de Mejía. Dentro de diez años, sin embargo, en mi memoria seguirán los momentos vividos junto a Lee Everett y la pequeña Clementine… como sigue ahí el gol de la novena.

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