Añorando Green Hill

Escrito por en Artículos - 9 octubre, 2012

Nostalgia. Ay. Nostalgia. Que puta que es la nostalgia.

Te levantas. Te vistes. Desayunas. Vas al metro. Esperas a llegar a tu parada. Esquivas algún empujón fortuito. Revisas que en tus bolsillos todo sigue en orden. Caminas a tu oficina. Alzas la mano para saludar a algún compañero que no te caiga del todo mal. Levantas el mentón levemente mientras una media sonrisa hace acto de aparición en tu cara para el hijo de puta del lugar. Te sientas. Tecleas. Tecleas. Tecleas. Suspiras. Tecleas.

¿Para qué tanta prisa? ¿A dónde te conducen tus frenéticos dedos sobre el maldito teclado? Estas extensiones ramificadas de tu ser no te llevan a ningún lado. El ferviente traqueteo sobre la insulsa pieza de plástico únicamente te conduce al mismo sitio una y otra vez. Unos caracteres que no te importan una mierda aparecen en la pantalla paulatinamente. Una y otra vez. Una y otra vez. Puta oficina. Puto teclado.

Espera. Sí que te llevan a un sitio. Ese movimiento constante de tus falanges. Ese traqueteo evoca algo. No es únicamente el cuándo si no también el qué y el cómo. Poco a poco, el teclado se va haciendo más pequeño. Fundiéndose. Tus manos van encogiendo la masa de plástico a una velocidad inaudita. Sacas el pequeño orfebre que hay en ti. Para algo sirvió el Alfanova que te regalaron en Reyes. La segunda edición, que tenía más clase. A ver quien te llama ahora mariquita por darle al torno.

La masa va tomando forma. El negro del otrora teclado prosigue y el objeto ya se puede tomar con ambas manos. Una forma conocida. Los pulgares hacia dentro. El resto de dedos sirven de aguante. Agarrando este cuerpo con firmeza. Con una seguridad innata. Golpeas las teclas que van tomando otra forma. Arrejuntándose. Empezando a ser parte de una nueva ecuación reducida a la mínima expresión.

Esta extraña habilidad de presionar teclas magistralmente viene directamente de tu pasado. Con orden, ya no con vertiginosa velocidad. Con ritmo. Recorriendo estas nuevas teclas sinuosamente. Como si fuera una rutina ya aprendida. No una rutina estresante, más bien un ritual. Una isla de paz. Tap. Tap. Tap. Unos acordes suenan en tu cabeza. Ninonaninanino, turururu, naninonaninanino, tururure. Una sonrisa de oreja a oreja. Estás en casa.

No importan que sean las eternas colinas verdes de Green Hill. O esos viajes en motocicleta por ese mundo milagroso. Sensaciones. Remembranzas de la juventud. No puedes oler ese tufo a venganza de las calles furiosas. Únicamente percibes el perfume de tu progenitora. Olor a añejo. Recuerdos de bocadillos de Nocilla mientras no sueltas el mando de control. Ni por un millón de dolares. Corre. Salta. Corre. Corre. Corre.

La pantalla va colapsándose. Píxel a píxel. De forma vertiginosa. Dos dimensiones. Tres dimensiones. Sprites modernos. Rostros ultrarrealistas. Saltos. Disparos. Conquistas. Todo pasa a la velocidad del rayo. Ni siquiera puedes pestañear. Todo va muy rápido. Demasiado rápido. Es triste pero así es la vida. Un movimiento constante e implacable.

El monitor parpadea. Un montón de palabras sin sentido aparecen en la pantalla. Tu teclado vuelve a ser un teclado. Una leve risa en tu dirección te termina de desperezar. Una mirada de tu superior te hace encaramarte sobre las teclas una vez más. Casi instantáneo. Comienza el tecleo infinito hacia ninguna parte. Una y otra vez. Lejanos quedan los ecos del paisaje esmeralda. Una y otra vez. Pero que bonito ha sido recordarlos. Una y otra vez. Una y otra vez.

Puta oficina. Puto teclado. Puta nostalgia.

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